lunes, 23 de abril de 2012

cronósfera


El sueño de los injustos


 El hombre no puede dormir. Faltan quince minutos para las doce de la noche. Sobre una desvencijada cama se revuelve y retuerce, hacia un lado, hacia otro. A su diestra, la esposa sumerge el profundo sueño en el ajado y concavado, pero todavía ligeramente placentero, colchón. A su izquierda, tres proles se arremolinan en una cama individual para -entre sueños- asegurarse no caer de aquel estrecho trono de la ilusión nocturna.
El hombre piensa en todos sus problemas -que son muchos- los cuales debe solucionar a la brevedad. No hay marcha atrás ni aplazamientos posibles. Piensa en los compromisos contraídos para sobrellevar el día con día de los requerimientos de su hogar, en la esperanza de una vida diferente, en la reconciliación de su precaria realidad hacia un rumbo de esperanza y la educación digna que sus hijos necesitan para salir del bache, del gran bache, del atolladero… y no puede dormir. No encuentra solución posible para cambiar el escenario que la vida le ha planteado. Mañana el niño grande le dirá que ya no puede dar un paso más con esos zapatos viejos que arrastran kilómetros y kilómetros de cansancio, el de en medio le pedirá para un cuaderno, que el del año pasado ora sí ya se acabó y quiere reconciliarse con la maestra, que casi lo anda reprobando, pues no llevó la tarea; y la niña, la niña sólo desea un vestido diferente, porque el que trae, el de siempre, ya está muy raído y muy visto. Muchas necesidades y muy pocos recursos. El hombre piensa y piensa y no puede dormir.
Da vueltas en su cama, con cuidado, con lentitud y sigilo. No por evitar despertar a la mujer, sino para que no se caigan ninguna de las cuatro patas -que no son patas, sino reemplazos obligados- que soportan el aposento de sus sueños (si durmiera). En el lado derecho, sostienen el box spring tres libros que el hombre jamás ha leído, y por consiguiente, no han influido en su vida: dos secciones amarillas y el pequeño Larousse ilustrado;  abajo, más abajo, una piedra dorada que una vez encontró en el cerro, que parecía pepita de oro por su brillante color, pero le dijeron que solo era hierro, muy duro y pesado; al otro lado, más a la izquierda, aguantan el colchón un viejo cofre que ya se venció una vez y sólo guarda amargos recuerdos, y un trozo de madera que el hombre no cree que llegue a mañana… caerá antes de tiempo. El hombre sabe que no hay nada que sostenga su preocupado sueño ni su futura realidad. Sabe que llegará el momento que no pueda cumplir los compromisos de vida para con sus hijos, que no existe una solución diferente ni puede multiplicar sus esfuerzos para lograr lo mínimo requerido. Lo sabe y no puede hacer nada.
El hombre ya no se mueve ni gira sobre el colchón, sabe que en cualquier momento su cama caerá de manera obligada por alguno de los cuatro lados. No hay remedio… no hay opción. No hay nada que solucione las apremiantes necesidades que el hombre tiene… lo recuerda. Se preocupa otra vez, sin solución ni esperanza.
El hombre no puede dormir… y ya faltan quince para las doce.

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