jueves, 3 de febrero de 2011

JUAQUÍN ROBLES, POETA DE APOZOL

Efraín Gutiérrez De la Isla

Vine a vivir a Apozol hace unos meses y me encontré con el poeta Juaquín Robles, autor de Luna menguante. Este libro es un vertiginoso acopio de voces urgentes, convulsas y estremecidas. La angustia ante el paso del tiempo, el advenimiento irrefrenable del dolor, la voluptuosidad de las caracolas, la tristeza inevitable, el amor por los pájaros y la devoción por el entorno familiar podrían ser -entre otras- algunas de las peculiaridades escatológicamente francas que se congregan en el firmamento de cada verso. En Luna menguante el poeta ritualiza la vida y el revuelo de cada página que pasa trae, a rastras, un desencadenamiento de conmociones.
Luna menguante se fragua en el concierto del sobresalto, la agitación, los placeres, el temor y el arrepentimiento. Una sexualidad indoblegablemente concurrente humedece de tristeza los lamentos profundamente religiosos de cada subterfugio lírico que se constituye al fragor indómito de las palabras.
Juaquín Robles se arraiga en la palabra para formular desde la escritura misma una lucha expresiva diaria que no termina nunca. Exánime y abatido comprende el estricto tributo que habrá de pagar por los gozos carnales y el paso de los años: la factura expedita es su Luna menguante. Asume las lágrimas y se reconcilia con su sangre y con su destino.
El paroxismo de las emociones brota desde las palabras máximas que son sus palabras particulares y de uso ordinario. Su pasión  por la escritura tiene talla de piedra y de celaje. Al poeta Juaquín Robles lo circundan escorpiones y seres angelicales. El pan que come está hecho en casa, la harina es sagrada, manos anónimas la amasan con sangre familiar desde el báculo bienaventurado del abuelo.
El talento verbal de Juaquín Robles, el poeta de Apozol, es trabajo insistente esmerilado día y noche jamás al margen de la nostalgia.
El espejo de la pared es un lago circunspecto habitado por voces etéreas, una luna desfallece en los meollos de ese espejo. Allí comparece la mujer irreemplazable porque de allí es. La mujer perfecta es luna menguante. Allí cada giro léxico palpita y hace palpitar.
Las reverberaciones poéticas de Luna menguante están sazonadas con intimidad. Renato es emblemático en el libro. Van en ringlera la soledad, la tristeza, el placer, el sexo, la sangre, el erotismo, el llanto, el amor, la clepsidra, el ajedrez, la lluvia, Renato, Sofía, Adriana, sus hermanas, su padre, su mujer…
La vida cotidiana tiene -en la versuelada de Juaquín Robles- un valor soberbio. La vocación de poeta es indivisa y se proclama desde una crueldad que sonríe obsesionadamente. Con el plectro en la diestra el poeta va a la horca, lo arroja un itinerario único y personal de evasión creadora.
El detonante que le da vida a su poesía es la constante y dispersa multiplicación de signos femeninos y de rostros familiares. El cuerpo desnudo de la mujer, la instalación del mar sobre el raso de la página poética y los  recuerdos son un insoslayable conglomerado que tortura y pormenoriza la biografía y la estética muy propias del poeta Joaquín Robles.
La tortura, en Juaquín Robles, es recipiente poético. La dignidad de su tortura lo hace proclive al cultivo perturbado de la escritura poética. La tortura del verso torturado hace de Juaquín Robles un demiurgo atento al dolor humano y a la vida de los niños. Puedo inferir, entonces, que Juaquín Robles es el niño que las excitadas tardes de mayo se pierde en la barranca con el fin de treparse a los árboles para aprender el idioma de las cigarras.
Se perderán en la puerta erótica los versos de Juaquín Robles pero permanecerán sólo un tiempo más en la memoria de una soga ceñida al cuello.
Amanece, la leve luz de una luna menguante se eterniza en el rocío de la madrugada.


No hay comentarios:

Publicar un comentario