viernes, 25 de mayo de 2012

EL NIÑO SUPERPRODIGALIZADO




Autorretrato del Hombre Invisible

No vale la pena describirme. Baste saber que soy el Hombre Invisible.
¿Y  cómo puede ser un hombre invisible?
Qué importa. Lo suficientemente insignificante y lo bastante mediocre como para pasar desapercibido a todo lugar en el que se encuentre. Con una torpeza irrelevante y unas facciones fáciles de olvidar. Un color de piel que no parezca piel. Una voz que no supere al ruido del aire. Si se es callado, cuánto mejor. Ser el sexto de nueve hijos no es requisito indispensable, pero ayuda; invisible en casa, para los grandes, para los consentidos, para papá y mamá. No poseer el cerebro para sobresalir es ser invisible, no tener un cuerpo fornido ni un carisma en la sonrisa ni una cara que por lo menos no asuste a las chicas, es ser invisible.
¿Qué tan impalpable soy, que ni siquiera los pinches taxistas me sacan plática? ¿A cuantos seres tangibles sus maestros se olvidan hasta de pasarles lista? ¿A qué chavo, por muy gacho que esté, lo apodan “El Guajolote”, por ser un mocoso insignificante? ¿Qué tan incorpóreo puedo ser, que ninguna de las chicas de mi escuela desvía su mirada para dedicarme un simple saludo? Ninguna de ellas, mucho menos Lucrecia.
En toda la prepa no hay niña igual; ella es la Mujer Maravilla. Con su sonrisa extra-amigable y un mentón que aviva deseos, una figura de diva y caída de cabello como derrame de pasión; ojos... ¡qué ojos!... son vida dentro de una vida que vale la pena vivirse. Por la que vale la pena ser alguien, no ser invisible... ser cómo Batman o algún superhéroe de categoría.
Ser visible como Jesús; más bien diría notable. De perfil atlético, cara agradable, cabello como ensortijado y una facha de galán que a todas trae locas. Ese chico tiene algo más que suerte y buen físico. Lo he estado observando. Él es un Supermán.
Hice dos experimentos que no dejan dudas.
El primero: comprobar mi invisibilidad. Pasé entre unos cuarenta alumnos, el día de pago de colegiatura y me acerqué hasta la cajera sin que nadie se percatara. Entre cuchicheos descuidados y sonrisitas calenturientas tomé un fajo grande de billetes y -extrañamente- nadie lo notó. Lo puse entre mis libros mientras pedía ayuda a la cajera, preguntándole por los recibos de pago. Ni caso me hizo.
Segundo experimento: probar la buena suerte del Supermán Jesús. Coloqué los billetes en su mochila (obviamente nadie lo notó), si era verdadera su fortuna, no sería sorprendido en la aduana de emergencia, colocada en la salida de la escuela para encontrar el dinero faltante.
Jesús iba en la formación con el botín a cuestas. Yo lo observaba en la sombra, cómo el caballero de la Noche. Su aplomo no desmerecía en lo más mínimo. En cambio, el sudor me hacía perder la invisibilidad. Sus amigos reían, no hacían caso ni de él ni de mí (obvio). Una chica se acercó al Hombre de Acero, tres turnos antes de que llegara a revisión. Le pidió su teléfono. Jesús sacó una pluma de su mochila y se dio cuenta del valioso contenido. Miró alrededor buscando al culpable de la mala broma. Sin inmutarse le anotó su número telefónico a la chica y de inmediato fingió un tropiezo. Mañosamente el fajo de billetes fue a dar a un pequeño hueco del muro y Jesús gritaba: “aquí está el dinero... alguien lo escondió”.
No solo se tragaron su escena, sino que salió en hombros, como quien salva al mundo venciendo a su archienemigo.
Era prueba de que él estaba protegido por una fuerza sobrenatural. Era algo más que suerte. A él lo protege dios. Todo le acomoda para que las cosas salgan como lo desea. Mientras yo hacía un rondín nocturno de Batman invisible, por ninguna parte, Supermán se acostaba con la chica que le habló por teléfono en la tarde.
Conclusión: su dios no es mi dios, no es el mismo. El mío es un dios indígena, desempleado, pasado de moda, derribado por la conquista, desaparecido. El de él es un todopoderoso, omnipresente, consentidor. Jamás será posible que un dios invisible y sin poderes, me pueda prodigalizar lo que tanto deseo... a la exquisita Lucrecia.
No se puede comparar a un dios de moda contra uno rascuache, Jesús triunfó en su parnaso, yo perdí una batalla que nadie vio.
Vaya buena suerte. Por primera vez Batman pensó en matar.

Jesús en el infierno

“Hola. Tengo muchas ganas de verte, de abrazarte, de ser tuya. Te espero hoy a las 6:00 en el viejo gimnasio, área de vestidores. Tú y yo solos.
Tu Eterna Admiradora.”

− Has de estar muy acostumbrado a que te manden esas cartitas, Jesús.
− Órale Guajolote, no te había visto… Pues más o menos, lo malo es que a veces se trata de tarántulas que solo buscan realizar el sueño de su vida con este muñeco... ¿por qué no vas tú en mi lugar, Guajo? Sería divertido.
− No Jesús, sería una gran desilusión para ella. Además me late que es una vieja muy chula, mira la carta, la letra está bien bonita.
− A lo mejor…

Dan las seis. Supermán atraviesa volando el largo salón abandonado que alguna vez funcionó como gimnasio escolar. Desde el vestidor se escucha cada paso sobre el carcomido parquet. El galán se coloca justo en medio de los armarios de madera, buscando una silueta femenina que lo ha de llevar a la gloria por este día. “Si la letra es bonita, su trasero debe ser mejor”
Kriptonita… Un olor a gasolina interrumpe su erección, los armarios le caen encima. Inconsciente, el Hombre de Acero queda atrapado entre pesada polilla, sus poderes no impiden que los muebles comiencen a incendiarse.
Pasan eternos segundos de una lucha entre dioses.

La Mujer Maravilla se acerca atraída por el humo peligroso. Lucrecia pasaba cerca. Intenta saber qué pasa. Llega a los vestidores. Escucha un gemido. Encuentra a Jesús. Entre el fuego avivado, trata de hacer palanca con una oxidada barra de pesas. Supermán reacciona y puede salir de su trampa. Con punzante cojera tiene que ser ayudado por la Mujer Maravilla para sortear el piso de Parquet que es consumido. El fuego se extiende, aumenta la temperatura del aire y de los dos cuerpos perfectos, que sienten una cercanía como de años, como de ternura. 
Ya a salvo, en el jardín de la escuela, Jesús se recuesta mientras jala un poco de aire fresco, sin dejar de mirar a su heroína.
− Olía mucho a gasolina, -dice ella- alguien intentó hacerte daño.
− Pues bendigo a quien lo hizo, porque eso me permitió conocerte... creo que necesito respiración de boca a boca...
El perpetrador muere de un fuego interior en su invisible oscuridad.
Y un dios obsoleto recoge sus cenizas.

Jesús en el paraíso
Ahí estaba él, como si el tiempo no hubiera pasado. Como si diez años fueran la mitad de nada. Igual, con su cabello rizado, su mirada de matalasvolando y su complexión no cambiaron. Una vez más sentí envidia de él. Yo con mi panza pozolera que hablaba de un treintañero dejado por el olvido, con las incontables crudas hinchadas en mi cara. Y él... parecía que había pasado un solo día: Musculoso y bien parecido. Tan lleno de vida y yo tan lleno de vacío. Yo tan sólo y él... él con ella, seguramente.
Me acerqué a ver si me reconocía. Su semblante no se dio por aludido. Pensé en abordarlo y me arrepentí. Pero tenía que preguntarle por ella, por Lucrecia. Quería saber que fue de la mujer que me robó.
¿Jesús? Le dije con mi mejor cara de sorpresa.
No Señor, no soy Jesús.
Te pareces tanto que pensé...
Tuve un hermano mayor llamado Jesús, muy parecido a mi, pero murió el año pasado.
¡Se murió el cabrón! Qué ironía de la pinche vida. Él, con todo el carisma y dinero y la mejor vieja del barrio y se petateó. Yo, con mi vida hecha mierda, que tantas veces quise morir y ahí estaba: Con mi decrepitud prematura, con la pobreza extrema...
Con el camino libre.
Dejé al patán del cabello rizado hablando solo. Anduve caminando de un lado a otro, a lo pendejo, pensando qué hacer... Ella estaba viuda. Ella estaba sola. Lucrecia estaba esperándome.
Sé que si Jesús no se hubiera interpuesto con su guapura y aplomo, Lucrecia se habría casado conmigo, dando color a mi vida; calor a mis noches con su cuerpo excitante. Hubieran sido míos su cadera y sus muslos que tantos sueños humedecieron, su pecho en el que dormí los inviernos de soledad, su carita de musa que había tomado ya el color de las paredes del cuarto en que malvivo.
Tantas veces pensé que si Jesús no existiera... Un dios personal había resucitado, gracias a mis oscuros ruegos. Mi vida tornó sentido hacia un rumbo perdido hace diez años, hacia Lucrecia, la de la cintura esbelta, la de senos estrambóticos, mentón perfecto, boca sacrosanta de sabor indescriptible, ojos de almíbar. Hacia la procreadora de sueños. Hacia... ¿Hacia dónde? ¿Dónde vivía ahora el amor de mi vida?
Pensé en contratar un investigador privado, pero eso cuesta. Sin embargo, estaba iluminado por una fuerza divina... “En un agujero del tiempo existe un día, un solo momento para premiar a los jodidos". Ese era mi día. Entre todos los nombres de tanto desconocido del directorio telefónico, encontré el de Jesús. Corrí a la dirección que daba referencia el nombre, haciendo escala en un jardín para robar unas flores.
Tal cual soy, me paré frente a la puerta que marcó el destino para ese encuentro con el pasado, con el pedazo de vida que me quitó la vida... Para reconciliarme con la suerte. No supe si golpear la puerta o tocar el timbre.
Hago las dos cosas. La espera es como de diez años. Como de tresmilseiscientoscincuentaydos noches de éxtasis reprimido. Diez años son la mitad de nada, pero la espera del destino es eterna.
Pasos y sonido de bisagra interrogante. Por fin los deseos transgreden la dimensión.
“iPinche Jesús! ¿No que te habías muerto?"
Estalla la exclamación de los sueños rotos. De quién sabe cuántos miles de noches que faltan. De sorpresa al ver el fantasma que rondó mi desgracia y habitó el fondo de todos los vasos de aguardiente que se instalaron en mi úlcera.
“Trágame tierra, por dios".
− ¡Pinche Xenobio! Mira cómo estás panzón y colorado.
¡Jesús Ugarte, qué sorpresa! Creo que me equivoqué de dirección.
Pásale pinche Guajolote ¿De qué chingados te sorprendes?
Me dijo tu hermano que habías muerto.
¿Cuál hermano güey? Si soy hijo único. Apuesto que quieres ver a la Lucrecia. Pásale y no te hagas pendejo, sé que siempre te gustó, Guajo; tienes que verla... Está hecha una marrana.

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