MAREA REGRESIVA
(Triplicante)
Joseangel Rendón Delatorre
Agua
Sus ojos color de piedra se incrustaron en los míos, con expresión indefinida. Nunca estallaba; igual maldecía o perdonaba su silencio. Y los huracanes tocaban tierra en su mirada; con solo abatir sus pestañas dejaba reflejar palabras merodeantes que lanzaba sobre mí como cuchillas.
Nunca pude sostenerme al grito de sus pupilas. Era capaz de parar en seco el ímpetu de mi coraje o secar de golpe mis ganas acuáticas o golpear mi ego en el momento requerido.
La ira de su iris dolía. El reclamo de su gesto me tenía ciego de silencio.
Yo la maté, señor judicial; quería decirme adiós. Fueron los celos o el alcohol o la estupidez. Fueron sus ojos. Tuve que sorprenderla dormida en la playa, ahogarla con mi llanto y las olas. Aún me sabe salado el momento.
Eran verde mar, a veces gris tragedia.
Arena
Salvador era el médico forense de la morgue. El único que tenía el valor de estar en ese hediondo cuarto, acompañado de un refrigerador con capacidad de cuatro cadáveres y una mesa de operaciones con lámpara, que convertía la brisa de esa ciudad playera en una bruma que daba un pavor de vómito. Ahí pasaba gran parte del día; comía y cenaba, entre otras cosas, frente a los cadáveres.
Hasta allá llegó el cadáver de Lola, con una etiqueta que reportaba muerte por ahogamiento en la playa. El doctor de inmediato revisó que el cuerpo no tuviera señales de ataque; inició una mirada investigadora en los pies; en seguida notó unas piernas perfectas, pasó su mano por ellas no encontrando ninguna pista, pero dándose cuenta de la tersa piel bronceada y lo espectacular de esa parte del cuerpo. Llegó hasta su paradisíaco sexo donde hizo una auscultación para saber si no había señales de abuso; lo tocó un tibio rato hasta que le dieron ganas de seguir viajando por esa magnífica deidad, haciendo una pausa en la delgadísima cintura, donde usó sus dos manos para darle un acomodo adecuado al cadáver. Subió por sápidas costillas hasta los redondos pechos, que empezó a tocar en ambos hemisferios para encontrar alguna lesión. La repetida presión sobre los pezones de Lola hizo que los pulmones expulsaran un chorro de agua entre los labios. Las manos de Chava se trasladaron lentamente por el cuello hasta tocar la carnosidad de su boca donde obtuvo una muestra del líquido segregado. De inmediato colocó el dedo índice en su boca y exclamó:
− Agua salada. Restos de mar se alojan en su cosmos.
Su mano izquierda continuó revisando con suavidad la cara, los pómulos, varias vueltas en los labios, hasta llegar a los ojos. Salvador destapó los párpados de Lola.
− ¡Qué ojos tan grandes y tan hermosos! Su tonalidad es tan rara que no se sabe si son verdes o grises.
Entonces su Huracán tocó tierra; con el meñique tocó uno de los ojos, probó el extracto de su mirada extinta.
− Aquí no hay sal, únicamente líquido lagrimal… Tristeza imbatible
La mirada de Lola comenzó a meterse en la mente del forense, que de inmediato recuperó la razón y su inclinación. Se acordó de Julián, aquel invidente con cuerpo de semidiós, piel morena y un semblante candoroso, que a falta de ojos utilizaba sus manos para hacer caricias portentosas y daba a Chavita un placer que lo trasladaba más allá del inframundo. Incluso con su bastón golpeaba al forense extasiando su masoquismo. Cuando el doctor lo sentía, de su garganta irradiaban los albores. La enaltecida sensación lo hacía expresar:
− Eres el amor que trepa por mi espina dorsal.
Al recordar esa frase pensó un tráfico de órganos -el par de ojos bellos- y un trasplante de los mismos hacia el amor de su vida para que fuera capaz de transportar el intenso sentimiento, no sólo a través de sus manos sino también por medio de la mirada, una contemplación de color tan sutil que lo harían expresar lisonjas nuevas.
Luego de una rápida intervención por parte de un oculista chiflado, amigo de Salvador, Julián tuvo los ojos de Lola, color de piedra, a veces verde mar, a veces gris tragedia. Con un vendaje en la cara, fue llevado por su pareja Chavita al litoral de esa ciudad playera, a un rincón donde el mar reposaba y la arena se deslizaba en vaivén. Ciñéndolo por detrás, el médico forense quitó la venda de los ojos a su amado y descubrió su nueva mirada.
Con el primer vistazo al mundo, Julián escuchó al mar que pisoteaba la playa y miró una crecida espuma que provenía desde lejanía infinita. Al salpicar su cuerpo recordó qué era ese sabor a sal que había probado en algunas de sus noches de evocación sensual: Se derrumbó, pues no era el mar como lo imaginaba, un elixir propio cuyo tamaño se podía colocar en su boca. De rodillas en la arena tomó un poco de ella en sus manos, el tacto le recordó aquellas partículas que lo hicieron sentir calor en su cuerpo, no eran lo que él había pensado, la suciedad de su color le hicieron pensar que todo lo realizado hasta ese día era erróneo, que no correspondía la realidad a su invidente pensar. Luego vio al médico forense… lejos de representar la ninfa que su mente había trazado, Julián tenía ante sus ojos a un Barbón desaliñado y regordete que arruinaba el encendido atardecer. El mundo de los videntes era distinto a lo que Julián había percibido.
Los primeros en darse por vencidos fueron los ojos. Llenos de sol comenzaron a fluir. El aire arrancó una lágrima de contrariedad. Chavita quiso abrazarlo para derretir su amor ante la cara de su hombre, que con esa mirada acuosa era el Adonis perfecto. El antiguo invidente desequilibró sus reacciones anteriores y rechazó el intento de amor de Chavita con un empujón que lo dejó enterrado en la arena. Mientras Julián caminaba escapando de la orilla del mar, el doctor lo quiso alcanzar para impedir su huída, pero el hombre del nuevo mirar verdegrís templado, a falta de bastón comenzó a golpear con sus puños a Salvador para que se retirara; el masoquista sintió rebullir su sexo e intentó abrazar nuevamente a su exgalán, quien lo llevó arrastrando hasta el mar y con un embate de la marea lo tomó de su cuello para que se hundiera en la infinidad salina. Chava se impulsó para evitar el ahogamiento de su garganta y permaneció hundido mientras el enfurecido moreno dejaba la playa. Cuando salió a flote, el Doctor vio a Julián encontrarse con una insuperable mujer en bikini, que al hechizarse por su mirada se unió a él perdiéndose en el camino al pueblo con una plática agradable.
Salvador tuvo que refugiar su desgracia en el exquisito cadáver de Lola. Mientras Julián, tras haber llenado sus ojos de una marea alta decidió cambiar su residencia a una ciudad sin mar.
Fuego
Cuando maté los ojos de la mujer que amaba, aquellos verdegrises dominantes y desdeñadores de mi cariño, esos que ahogué en mi llanto, en el mar vallartense, jamás pensé en volver a verlos. De regreso a tierra firme, busqué en sofocar mis culpas arrollado en recuerdos. Lo único que hice fue amotinarme a la tripulación del Bar Casa Verde, -uno de los más antiguos de la ciudad- naufragar el dolor en destilado del corriente, era la única solución para no recordar esos ojos.
Yo la maté, señor Judicial. Su mirada me hizo esclavo y aún no me libero. Pensé que estando lejos del mar me olvidaría de ella, pero fue al revés. A la cantina de la mala suerte, cuando me empapaba el recuerdo de amargo estafiate, llegó un hombre fornido, con la piel quemada por la sal y el andar con sabor a mar. Su mirada era la misma de mi amor desamado, color de piedra muerta con realces de sentimiento absoluto.
Al sentarse a tres mesas de mi dolor no logré desistir de observar sus ojos. Belleza de amor ahogado con otro cuerpo envolviéndola. Era un fantasma, el de torbellinos de dominancia, el canto de sirena que brotaba desde un mar lejano para recordarme lo olvidable. Sentí que esos ojos me reconocieron y se acercaron a mí.
− ¿Por qué me miras con tanta insistencia, acaso te gusto?
Sin dejar de ver sus ojos sentí su mano alojarse en la mía, acarició mi brazo hasta infiltrar en mi mejilla un cariño materno.
− ¿Te gustaría besarme?
− Me gustaría revivirte y perdonar tu traición, Lola. Pero ya eres otra.
La explosión de mi respuesta impactó en sus pómulos amoratando su gesto. La botella de amargo estafiate rompió en su cabeza aquellas intenciones homosexuales. Patadas en las costillas impidieron que su mirada me atacara. Luego, cantinero y parroquianos impidieron que le sacara los ojos a filo de botella. Quería cercenar la culpa, mitigar la tormenta que causaba en mi alma la ausencia de ella.
Cuando nos trajeron aquí a tomar mi declaración, pude ver al maricón de los ojos grises cubrir su única belleza con anteojos de sol. Jamás se los volvería a quitar. La hermosura no encaja en cualquier semblante y casi nadie la merece.
Yo la maté, señor judicial, cuando sus ojos dijeron que ya no eran míos.
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