Trilogía Divina
En aquel entonces sólo existían el hombre y
la mujer. Dios fabricó un ser a su imagen y semejanza y después una mujer para
desinventar la soledad (la cual consideró un defecto muy suyo). Aquel par de
nuevos animalitos se deleitaba en el pequeño paraíso que se había erigido luego
de seis arduos días. Adán era todo lo feliz que puede ser un ignorante: jugar,
correr, mirar y dormir junto a una desnudez perfecta y tener todo lo comestible
prácticamente a la mano. El príncipe de la creación se estaba convirtiendo en
un regordete conformista, personaje de alguna aburrida historia que carecía de
principio y fin.
Hasta que un día
amaneció con otra costilla menos. Al principio no se percató de lo que ello
representaba; hasta que comenzó a ver una nueva musa pasear escondida en el
paraíso. Esta otra mujer, aunque igual de bella poseía un extraño aroma que
causaba en Adán un sentimiento que no podía ocultar bajo su hoja de parra. El
hombre conoció los dos extremos del edén: El de una estable y aburrida
existencia junto a una mujer perfecta que imponía un orden y limpieza
exagerados en aquel jardín que Dios les había regalado, que escogía los colores
de las flores y los tipos de frutos que debían dar los árboles, el tipo de
clima que debía cubrir aquel vergel, incluso escogía la duración de las noches
y los días según su estado de humor; Por otro lado, una mujer de piel suave al
tacto con pisada que dejaba huella en el pasto, llena de secreciones que
causaban en el hombre sobresaltos diversos que lo hacían sentirse vivo, presente,
pero sobre todo con un excepcional gesto en la cara que mostraba algo más que
sus dientes, que le decía a Adán que si era capaz podría ir más allá.
La primera mujer hizo
que el olmo diera nueces y las nubes agua de jamaica; pero desde la altivez de
su trono, observó como Adán abandonaba el paraíso rumbo a Hollywood, siguiendo
a su segunda costilla, en busca de ganarse el sexo con el sudor de su frente.
Mientras la otra Eva buscaba consuelo en una aburrida serpiente.
Neandertal
Yo lo
enseñe a leer y escribir; él, no sé dónde, aprendió poesía.
Yo lo enseñé a besar. De pronto, así como así, él ya sabía como hacer el
amor, no sólo a definirlo, sino también vivirlo.
Y le enseñe a disfrutar los placeres de la vida: a sentir las caricias,
saborear la piel, escuchar la música natural, olfatear la cercanía de un cuerpo
en brama, mirar los colores reales, buscar nuevos rincones.
Él aprendió el camino… y se fue
sin decir nada.
Clases.
La vi
pasar. Deslumbrante. Montada en aquel auto de lujo, último modelo, larguísimo.
Conduciéndolo como toda una reina, con un porte único y una seguridad soberbia.
La estrella de cine como ella siempre se había soñado.
La recordé como aquella
criatura miedosa e insegura a quien di sus primeras clases de manejo. Desde
tomar su mano para mostrarle como iban los cambios de velocidad. Deslizarme por
su brazo hasta el mentón y mejilla indicándole estar siempre alerta, con la
mirada al frente, para evitar cualquier descuido. Escurrirme por el muslo hasta
la rodilla para hacerle saber cuales eran los pedales del freno y acelerador.
Pasar el brazo por sus hombros en tono de otorgarle la sensibilidad necesaria
para saber en qué momento y con qué intensidad aplicar la fuerza en el pedal
del clutch; es lo más importante: sentirlo como una extensión de los músculos,
desde el corazón, desde el cerebro; sensibilizar todo el cuerpo para hacerlo
una extensión de la máquina; que no se sepa en donde termina el conductor y
donde comienza el automóvil. Sólo así se puede aprender.
Ya encendido, percibir
con todos los sentidos la voz del motor. Primera; lentamente soltarse, sin
premura y con tacto. Sentir el movimiento como algo propio y tomar el control
de todo. Segunda; rodarse por las curvas hasta llegar a la cima de los montes,
sin miedo, con la perfecta sensación de dejarse llevar y tomar velocidad.
Tercera; esquivar todos los obstáculos y adelantarse a la situación del
terreno. Cuarta; frenéticos, ya con un dominio armónico y sin ganas de
detenerse ante nada. Sintiendo plena libertad en la cara, perder el miedo al
mundo que va quedando atrás.
Luego pararse en tierra
de nadie y pasar al asiento de atrás, para continuar con el curso. Cómo
olvidarlo.
Me dio gusto verla así,
tan dominante, tan hermosa, tan estrella.
No pude evadir el
recordar y preguntarme:
¿Dónde estará ahora
aquella otra mujer a quien enseñé a volar?
No hay comentarios:
Publicar un comentario