viernes, 28 de diciembre de 2012

La Tortilla Cuadrada



Trilogía Divina

La Otra Eva
En aquel entonces sólo existían el hombre y la mujer. Dios fabricó un ser a su imagen y semejanza y después una mujer para desinventar la soledad (la cual consideró un defecto muy suyo). Aquel par de nuevos animalitos se deleitaba en el pequeño paraíso que se había erigido luego de seis arduos días. Adán era todo lo feliz que puede ser un ignorante: jugar, correr, mirar y dormir junto a una desnudez perfecta y tener todo lo comestible prácticamente a la mano. El príncipe de la creación se estaba convirtiendo en un regordete conformista, personaje de alguna aburrida historia que carecía de principio y fin.
Hasta que un día amaneció con otra costilla menos. Al principio no se percató de lo que ello representaba; hasta que comenzó a ver una nueva musa pasear escondida en el paraíso. Esta otra mujer, aunque igual de bella poseía un extraño aroma que causaba en Adán un sentimiento que no podía ocultar bajo su hoja de parra. El hombre conoció los dos extremos del edén: El de una estable y aburrida existencia junto a una mujer perfecta que imponía un orden y limpieza exagerados en aquel jardín que Dios les había regalado, que escogía los colores de las flores y los tipos de frutos que debían dar los árboles, el tipo de clima que debía cubrir aquel vergel, incluso escogía la duración de las noches y los días según su estado de humor; Por otro lado, una mujer de piel suave al tacto con pisada que dejaba huella en el pasto, llena de secreciones que causaban en el hombre sobresaltos diversos que lo hacían sentirse vivo, presente, pero sobre todo con un excepcional gesto en la cara que mostraba algo más que sus dientes, que le decía a Adán que si era capaz podría ir más allá.
La primera mujer hizo que el olmo diera nueces y las nubes agua de jamaica; pero desde la altivez de su trono, observó como Adán abandonaba el paraíso rumbo a Hollywood, siguiendo a su segunda costilla, en busca de ganarse el sexo con el sudor de su frente. Mientras la otra Eva buscaba consuelo en una aburrida serpiente. 

Neandertal
Yo lo enseñe a leer y escribir; él, no sé dónde, aprendió poesía.
Yo lo enseñé a besar. De pronto, así como así, él ya sabía como hacer el amor, no sólo a definirlo, sino también vivirlo.
Y le enseñe a disfrutar los placeres de la vida: a sentir las caricias, saborear la piel, escuchar la música natural, olfatear la cercanía de un cuerpo en brama, mirar los colores reales, buscar nuevos rincones.
Él aprendió el camino… y se fue sin decir nada.

Clases.
La vi pasar. Deslumbrante. Montada en aquel auto de lujo, último modelo, larguísimo. Conduciéndolo como toda una reina, con un porte único y una seguridad soberbia. La estrella de cine como ella siempre se había soñado.
La recordé como aquella criatura miedosa e insegura a quien di sus primeras clases de manejo. Desde tomar su mano para mostrarle como iban los cambios de velocidad. Deslizarme por su brazo hasta el mentón y mejilla indicándole estar siempre alerta, con la mirada al frente, para evitar cualquier descuido. Escurrirme por el muslo hasta la rodilla para hacerle saber cuales eran los pedales del freno y acelerador. Pasar el brazo por sus hombros en tono de otorgarle la sensibilidad necesaria para saber en qué momento y con qué intensidad aplicar la fuerza en el pedal del clutch; es lo más importante: sentirlo como una extensión de los músculos, desde el corazón, desde el cerebro; sensibilizar todo el cuerpo para hacerlo una extensión de la máquina; que no se sepa en donde termina el conductor y donde comienza el automóvil. Sólo así se puede aprender.
Ya encendido, percibir con todos los sentidos la voz del motor. Primera; lentamente soltarse, sin premura y con tacto. Sentir el movimiento como algo propio y tomar el control de todo. Segunda; rodarse por las curvas hasta llegar a la cima de los montes, sin miedo, con la perfecta sensación de dejarse llevar y tomar velocidad. Tercera; esquivar todos los obstáculos y adelantarse a la situación del terreno. Cuarta; frenéticos, ya con un dominio armónico y sin ganas de detenerse ante nada. Sintiendo plena libertad en la cara, perder el miedo al mundo que va quedando atrás.
Luego pararse en tierra de nadie y pasar al asiento de atrás, para continuar con el curso. Cómo olvidarlo.
Me dio gusto verla así, tan dominante, tan hermosa, tan estrella.
No pude evadir el recordar y preguntarme:
¿Dónde estará ahora aquella otra mujer a quien enseñé a volar?

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